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Una mirada alrededor

Agua

loel

Ilustración de Jago Titcomb


Jesús Aguado Fernández

Éstos últimos días paso mucha sed. Sobre todo cuando leo los periódicos o cuando miro las noticias. Será el calor, este sol húmedo que nos saborea lento con sus infinitas lenguas de cal viva. O será que el efecto invernadero ha llegado antes, o al menos con más virulencia, a la historia que a la climatología. Botellas y botellas de agua que consumo o me consumen mientras giran los acontecimientos en un tiovivo absurdo, real, fulminante y deshilvanado. Deflagración, miedo, asfixia: el trípode sobre el que se calienta el mundo antes de su estallido o de su disolución. Bebo vasos y vasos de agua, pongo la cabeza debajo del chorro, me empapo para no pensar, para sobrevivir no pensando. Porque no me llevo bien con las cosas que ocurren y se me nota demasiado: en el sudor, en la manera de arrancarme la camiseta, en la quemazón de estos ojos míos cansados de la piromanía endémica de los seres humanos. Rabia por la crónica diaria, impotencia, infelicidad de mis células, deslizamiento instintivo hacia el solipsismo y la nada. Incendios, torturas, hambrunas, atentados. La guerra, la guerra impregnándonos de azufre, de pólvora, la guerra en cada resquicio convirtiéndolo todo en ruina. Entonces bebo agua, me atraganto para no mirar a los niños con caramelos en unas manos que unos segundos más tarde una bomba sin útero, una esquirla sin entrañas, habrá amputado. Para quedar ciego al retorcimiento de hierros de un vagón de metro o de un autobús, a la espiral devastadora de un huracán, al bosque que aúlla mientras se tiñe de negro, a las tripitas hinchadas de los bebés con moscas en las legañas. Qué puedo hacer excepto beber litros de agua. Aunque no me quite la sed porque nada podría hacerlo, aunque me dé, de hecho, más sed, toda la sed de un universo desbocado y oscuro. Timadores, mentirosos, asesinos. Cada uno de ellos con buena conciencia, porque la buena conciencia es algo tan barato, tan de saldo, que no cotiza en la bolsa de los principios éticos y cualquiera la puede adquirir por unos euros. Bush tiene buena conciencia. Bin Laden, o su espectro, tiene buena conciencia. Los soldados británicos y norteamericanos que torturan a sus prisioneros tienen buena conciencia. El terrorista suicida tiene buena conciencia. Pero yo no puedo tener buena conciencia porque ni eso me puedo permitir. Y ésa es la razón por la que no puedo terminar de leer la noticias, por la que apago la televisión: para que no me den respuestas a preguntas que ya no quiero formular, para que me dejen en paz con la criminal panoplia de buenas razones políticas, económicas, sociales o filosóficas con las que justifican lo que hay como lo mejor, como lo único posible. No encontraré agua suficiente para tragar píldoras calmantes, un anestésico contra las hogueras de la sinrazón y el odio. Tampoco encontraré las píldoras arcoiris o el anestésico oral. Quizás no encuentre ni agua porque se está terminando y nadie consentirá en hacer un trasvase de su corazón al mío. Pero entonces miro el fondo de mi vaso y veo cómo unas gotas juguetean con los reflejos rojos de la cortina: un mínimo volcán incruento que me devuelve, no sé por qué, la esperanza. Y entonces me las bebo y sonrío.

3 comentarios

Una mirada... -

Vielen Dank, Teddy, con toda mi admiración.

Pues no sé, Almena, acaso la conciencia -mala o buena- sea genética; de ahí que, determinados seres carezcan de ella.
Gracias y saludos.

almena -

Magnífico, el comentario.
Yo también bebo hasta ahogarme, también apago el televisor y arranco con impotencia y rabia mi camiseta.
Ah! y... es imposible. Algún día la mala conciencia les llegará.

Teddy -

Mucho cumplido de e-mail y pones siempre que quieras.
Me gusta mucho y leere con website translator.
Unos besos para ti.